«Quizá este será el momento que marcará el fin de un largo paréntesis» Enric Puig — Retos sociales

3 abril, 2020
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La realidad social desencadenada por la pandemia de la Covid-19 es desalentadora. Por supuesto, el ámbito de la salud ha recibido el golpe más duro. Desgraciadamente, la batalla contra el coronavirus ha afectado, de forma directa o colateral, en distintos terrenos de la sociedad. Desconocemos el grado de profundidad del impacto que generará a escala social, política y económica, sin embargo, sí podemos afirmar que la situación crítica ha puesto de relieve las carencias de un sistema financiero frente a una sociedad desamparada

Todo indica que el próximo escenario estará repleto de retos sociales para superar dificultades muy agudas en torno a la situación económica y financiera. Pero no sería la primera vez que vislumbramos la vulnerabilidad de un sistema financiero ante la población. Y es precisamente éste el eje central del siguiente artículo de Enric Puig, filósofo y profesor colaborador de los Estudios de Artes y Humanidades UOC, bajo el título «A problemas liberales, ¿respuestas sociales?». Nosotros quizá añadiríamos un titular alternativo: «De cojines individuales a colchones colectivos». A continuación lo podéis leer: 

 

Por Enric Puig Punyet, profesor colaborador
de los Estudios de Artes y Humanidades UOC

#RetosSociales

A problemas liberales, ¿respuestas sociales?

Nuestros abuelos solían decirnos que ahorráramos. Hay que tener un “coixí”, repetían los míos, un cojín que impida darse de bruces contra el suelo en el momento probable de la caída: una nevera que se estropea, un piso que se inunda, un familiar que enferma. Ese cojín no era otra cosa que el equivalente personal o familiar al estado de alerta: una reserva que implicaba, en el caso de tener que acudir a ella, poner todos los recursos disponibles a una situación imprevista de emergencia. “Todos los recursos disponibles”, una expresión que hoy, ante la inesperada crisis del covid-19, vemos repetida en boca de cada político.

Sin embargo, a pesar de la repetida advertencia de nuestros abuelos, debemos confesar que nos ha sido y nos es casi imposible lograr ese confortante cojín. Lo ha sido y lo es para el 54% de las familias españolas según los datos del último Observatorio Cetelem. La adopción por parte de las socialdemocracias europeas de, en palabras del socialista François Mitterrand, un “paréntesis liberal” —no cerrado todavía treinta años después— propició la desregulación económica, la confianza ciega de la mano invisible de Adam Smith. Y ese “paréntesis” produjo luego todo lo que vino a continuación: privatización de los sectores públicos, crecimiento de los índices de desigualdad, aceleración de los ritmos laborales y vitales por la automatización digital, hipervirtualización de la economía, aumento de los sectores especulativos, precarización extrema de la mayoría de la población.

 

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La promesa socialdemócrata del estado del bienestar, concretada en la fábula sobre la clase media y la disolución de estamentos, terminó por volver adicta al crédito a toda una generación durante los años gloriosos de abundancia. Luego, la crisis financiera del 2008 se encargó de llevar esa cultura del crédito al límite de lo soportable, agravando la situación a familias que, habiendo catado los placeres de la abundancia, se encontrarían de repente sin medios para sufragarla. La promesa de clase media se hundió y, con ella, toda posibilidad real de ahorro, de cojín con el que evitar el duro suelo tras la caída.

Este escenario es el que torna más grave, si cabe, la crisis que hoy estamos viviendo, una crisis que, de nuevo, está poniendo contra las cuerdas a un sistema que no puede tenerse en pie mucho tiempo más. Un estado de alerta devenido global, que afecta a todos los territorios y a todos los cuerpos que lo habitan, sencillamente no puede remontarse en base a cojines individuales. No puede porque ya no existen. Las personas viven al día, como lo hacen la mayoría de pequeñas empresas y asociaciones que sustentan la base social y convivencial de las ciudades.

Ante esta situación particular, conviene estar especialmente en guardia frente a las formas bajo las que se va a tratar de revertir la crisis. Ya fuimos testigos en 2008 de cómo proliferaron las respuestas sociales a los problemas generados por un sistema completamente desregulado, dejado a la mano de Dios, que provocó que ciertos agentes jugaran a la economía de casino hasta llevarla literalmente al límite. Este mismo sistema aludió después al miedo, a la necesidad de la persistencia de esos agentes para el correcto desarrollo del sistema, lo que desencadenó finalmente que debieran reunirse los esfuerzos colectivos públicos para salvar, entre otros, a la banca privada.

 

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Que esta tendencia corre el riesgo de repetirse, puede entreverse ya por las respuestas que las distintas administraciones están dibujando en el estado de incertidumbre en que estamos inmersos. La atribución de responsabilidades circula de un organismo a otro, de un territorio a otro, de un continente a otro. Pero nadie con voz política parece mirar más abajo, escarbar en las vísceras podridas del propio sistema que, una vez más, ha topado contra un límite dramático.

Las responsabilidades hay que buscarlas, sí. Pero hay que saber hallarlas en los agentes que, sin apenas reglas ni frenos, han actuado desbocados en la explotación de los seres que habitan el mundo, seres humanos, animales, vegetales y minerales. El extractivismo de la tierra, la desforestación de los bosques, la industrialización de la ganadería genera cruces inesperados entre especies que conllevan y conllevarán que nuestro ecosistema se vuelva irremediablemente pandémico. Y, bajo la misma lógica —llanamente, la conquista desenfrenada de la abundancia para la acumulación del capital—, los cuerpos humanos son y serán subyugados hasta el límite de no poder emprender ninguna iniciativa personal para poder paliar una crisis, hasta el límite de eliminar cualquier posibilidad de cojín.

La responsabilidad de la covid-19 hay que atribuirla a la cuestión de límite y a quien juega con él con impunidad. Jugar fuerte, en un mundo-casino en el que todo vale, de la misma forma que implica poder ganar mucho, debería implicar también poder perder el gran monto acumulado. Esta es la lógica neoliberal que, de ser consecuente y honrosa, no debería admitir ninguna clase de rescate por parte de la economía social. Por sus prácticas, a pesar de la advertencia de nuestros abuelos, no estamos hoy en disposición de rescatar nada.

A pesar de todo esto, en la falta sistémica de asunción de responsabilidades que vivimos, alguien se atreverá de nuevo a sugerir que los problemas liberales deben tener respuestas sociales. Dirán que no se puede hacer de otra forma porque exigiría demasiados cambios, porque las leyes no lo permitirían. A todos aquellos que hoy releen el artículo 116 de la Constitución, referente al estado de alarma, hay que animarles a bajar un poco más para llegar al 128 y hallar ahí la respuesta: “Toda riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. Se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica.” Quizá ha llegado el momento de volver a regular, quizá este será el momento que marcará el fin de un largo paréntesis. Pero cerrarlo bien implicará exigir a quien tuvo la osadía de jugar fuerte que pague por rebasar los límites que se negó a reconocer.

 

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